lunes, 23 de diciembre de 2019

Navidad

Conservar por puro instinto los décimos de lotería sin premio, ¿qué sucede con los sueños nunca cumplidos? preguntan los españoles que querrían abrir un bar, conservar los décimos por no romperlos, quiero romperlos pero el pálpito sigue ahí, sigue como la firma de mis compañeros de trabajo en el reverso, y en el anverso la virgen y los santos, lo apócrifo de una fe en el bombo de cienmilbolas, la mano que mece la cuna y los brindis por la salud otro año más, sonrío en la autovía mientras voy a trabajar lejos de casa pensando en el imponente vehículo eléctrico que conduciría mañana si fuese ese hombre que viajó en el tiempo y compró todos los décimos de una serie, no creo en eso, me lo confirma un profesor gallego de prehistoria que me enseñó que en cada hórreo hay una vela a dios y otra al diablo, cómo invertirlo todo al mismo número, dónde estará hoy aquel profesor de ginecología que me leía y que me salvó la vida dos veces, se casa su hija oigo en las redes, y yo sin casarme, y yo sin el décimo, y yo sin el vehículo eléctrico, sólo yendo a trabajar otras navidades más, porque es la constancia de mi incapacidad lo lento que negocio las tres curvas de bajada al garaje, una prueba fehaciente de que el miedo se acuesta conmigo, y es que cuando me acuesto es cuando mejor escribo, al quedarme dormido los dientes se aprietan y entre los labios quieren salir palabras que cruzan la frontera de la vigilia, si me despierto y corro tal vez las frases más trabajadas aún puedan pasar del bolígrafo a esta cuartilla, las opciones reducidas de ganar el Nobel y aquella medalla olímpica en Sochi, la mera opción de participar sin dopaje nos puso a las puertas del diploma, y entonces el círculo vuelve a la noche de navidad que viene después de la mañana de la lotería, porque el simple hecho de jugar sin millones nos pone a las puertas de ganar cuando descalifiquen a todos los que se han llevado la pedrea por estar demasiado felices sin justificación, ojalá probaran la dulzura de este destilado de cinismo, la mirada torva dirigida a los que disfrutan la navidad, las familias de postal que nunca se parecen a la propia, Tolstoi y el inicio de Anna Karenina, los bombones que crían una capa de polvo blanco sobre el chocolate entre diciembre y abril, ojalá el telediario renegase de las botellas de cava en las administraciones de lotería y la puerta de llegadas del aeropuerto despistando una cámara en una tarde estándar como aquella que aterricé con disentería traída de Marrakech y se entienda bien que la felicidad era conseguir soportar el vuelo completo sin visitar el baño, que la felicidad era abrir un polvorón en agosto, que la felicidad eran las uvas peladas el 7 de enero y los regalos el puente de diciembre, que nos perdonen este paréntesis terrible en el que jugamos a ser otras personas disfrazadas de nosotros sin necesidad de barba blanca postiza o betún negro, estas dos semanas habrá otro tipo en mis zapatos y por favor perdonadlo porque no sabe lo que hace, sólo quiere llegar a mitad del próximo mes y ni siquiera pide el tan afamado vehículo eléctrico, nada más aprender a negociar tres curvas para no llegar tarde al trabajo.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Greta

He sentido que me hablas a través de Greta. Que, no tan en el fondo, sé que es una idea delirante. Pero es que Greta es una idea delirante. Quiero creer que la has creado. ¿Cómo, si no fuera un delirio, podría faltar una niña de 16 años un curso entero al instituto? ¿Cómo, de ser verdad, habría elegido la ruta que ha elegido? Pienso en Greta y pienso cómo ha ido usurpando determinados caminos que siempre quise llevar a cabo. No, no hablo de agitar la conciencia global en pos de un Objetivo de Desarrollo Sostenible. Hablo de conocer a Carolina de Mónaco. Hablo de navegar hasta la costa portuguesa. Hablo de cruzar la península ibérica en burro. Oh, Greta, a ratos yo querría acompañarte. Sobre todo si montásemos en burro. Pero yo no soy tan listo, ni tan altruista. Ni supe engañar a mis padres, aunque de esto último me enteré mucho más tarde de los 16. A los 16 creía que lo hacía. Pero a los 16 se creen muchas cosas. Mis convicciones a los 16 tenían mucho más que ver con llegar al viernes y mucho menos con conciliar el sueño.

En algún momento he pensado que las palabras de Greta eran solo un invento masivo que me permite escucharte a través del ruido. No tiene importancia la emergencia climática: sé que imprimes a color en folios blancos nucleares mientras yo uso blanco y negro a doble cara en papel reciclado. Reconozco que Greta funciona bien como argumento, es capaz de descongelar el silencio (qué importa si se deshielan los polos, si sube el nivel del mar y Benidorm se pierde como ciudad y como idea), Amundsen viajando a la Antártida en clase business y Scott comparte el asiento de al lado, los glaciares son postales de otro siglo, son postales de otro siglo las heladas en los jardines por los que pasaba de camino al instituto en Zamora cuando yo tenía la edad de Greta, si es que Greta tiene 16, si es que Greta existe, si es que Greta fue al instituto alguna vez allá en Estocolmo.

Tal vez, Greta, quizás, podría ser. Un condicional entre los subjuntivos. Una niña entre los adultos, y por mi barrio cada vez menos niños. Te acusan de todo, Greta, y yo, que fui un pésimo niño y un adolescente de veintitantos, querría exculparte. Yo, que ni siquiera sé si eres real. No te tengo lástima, te tengo envidia y sé que no puedo ser como tú ni hacerte compañía. Sobre todo ahora que con más de treinta te doblo la edad y que me entregué en brazos del capitalismo de la estrella de tres puntas y la manzana mordida. ¿Qué habrías hecho tú,  Greta? A través del vocativo y los telediarios ansío el mensaje bíblico que tienes reservado para mí y para tantos otros que son como yo, Dimas y Gestas a ambos lados de tu altar. Unas palabras de salvación o de condena, palabras pese a todo.

Al final, confundida la comunicación y las voces, sin saber si vienen de ti o solo te atraviesan, pienso que en tu personaje, Greta, valdrá mucho más cuando te oiga reír.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Un instante


Escribo porque pienso que tú me lees,
Y eso es algo terrible.
(Ben Clark)

Diré que llovía un poco y que todas las calles estaban desiertas porque funciona como lugar común, pero, creedme o no, es cierto, sólo llueve un poco y todas las calles están desiertas y nada más que un coche rojo cruza las rotondas. He olvidado bien cómo se hacía, confío en los automatismos que nos regalan las conductas reiteradas, y que será igual que el cambio de marchas manual o montar en bicicleta. 

Lo sorprendente es que no es sorprendente, es que es sencillo, tangible, me atreveré a llamarlo inocente. El lavado de muchas tardes nunca alcanzará a hacerlo neutro, pero la fuerza del agua caída (paciente, constante, ajena a quienes moja) se ha llevado lo sucio, el barro y las piedras, arrastró los residuos y entonces nos miramos, o por lo menos te miro y te veo como te vi, te veo como nos vimos, te veo igual y te veo distinta porque han cambiado mis ojos y sus bolsas, han cambiado los tiempos y las previsiones apuntan a que todo ha de seguir igual: cambiando. 

Los adioses y las carreteras cortadas, los dos andenes de una estación de metro. Regiones desconocidas en el borde exterior de la galaxia. Distancias insalvables. Hay pequeños momentos de coleccionista, agujeros de gusano en los que desaparecen las dimensiones conocidas, y no hay ninguna forma descrita de remendar el fondo de una caja para guardarlos. Qué más da. El valor eterno de lo vivido. La expectativa feliz de lo que vendrá. Distancias insalvables que desaparecen un instante de una noche de lluvia ligera y nadie por las calles. 




martes, 5 de noviembre de 2019

Valoración de daño corporal

Cuando ya haya pasado suficiente tiempo el daño no será daño sino que será algo completamente distinto, será de una materia fluida, será una parte tangible de lo nunca dicho, será el propio tiempo encarnado en una botella de cristal para el agua, el planeta respetando el silencio de los grifos abiertos nada más en otoño y las fuentes públicas clausuradas en invierno previniendo a las cañerías de reventar por congelación ya que la tierra es tierra y busca crecer como ha crecido el tiempo entre nosotros, como ha crecido por esporación la vida que dejamos detrás y se va reproduciendo y son innumerables sus ramificaciones, no es posible seguirlas todas hasta el final porque nuestro tiempo es finito, es solo probable soñar con ellas en los momentos de despiste en que la realidad no nos toca los tacones y volamos al subir el bordillo, cada paso de peatones lava entre basalto, el atropello cercano devuelve el pálpito apagado al cuello y golpea el sonido de onda corta en las cúpulas y bifurcaciones, no será daño el daño, ni el padecido ni el infligido, no será daño sino que será mesurable con dimensiones inhumanas, qué frías las palabras para todo lo que ha dolido, la escala visual analógica invisible pero no así las oleadas del dolor dental que rompen la cabeza, y qué diferente la cualidad algésica de la quemadura en la mano alcanzando cotas similares pero en nada parecidas porque qué habría de ser de la vida sin el daño, el resarcible pero sobre todo el que no puede serlo, adimensional, incontenible, inabarcable entre las cuatro paredes de la cama y con tendencia a no escapar de la escasa superficie de la almohada, cómo titular la canción escrita y no cantada, qué agonía la del que escribiendo posee una librería para ser leído por otros, el corredor euclidiano que jamás alcanza la meta, el frío penetrante que resiste a la calefacción y los muros de adobe, el infarto caracterizado por el vuelo de la perdiz que escapa al disparo fatal y ahí queda el cazador tendido apretando fuerte el pecho desde fuera pero sobre todo desde dentro, consciente del final, consciente del dolo y la culpa, entendiendo los ámbitos penal y civil por vez primera y última, qué risa amarga como las piedras cobijadas en el dobladillo del pantalón y las botas manchadas de barro, crecen los hongos entre las jaras, es la estación y la lluvia, entiéndelo, es la distancia, es el tiempo, es el daño y su valoración que para mí puede ser cinco y para ti es cero o mil trillones, ese mínimo margen entre nosotros, los que fuimos y los que seremos.