martes, 18 de septiembre de 2012

Dios está en las resacas

Está gris la ventana: lo sé porque lo veo, lo sé, pero no llueve, nunca llueve y hoy no será otra excepción, vivo en el desierto. Cuando brillan los tejados no es por el agua, es simplemente porque se abre un agujero entre las nubes y ahí está Dios, pensaba de pequeño. Esos rayos de sol que se deslizan, se hacen un hueco y se vuelven corpóreos por el efecto Tyndall, eso era mi Dios cuando yo no tenía cabeza ni piernas ni estas manos para escribir. Luego cambié de opinión y resultó que Dios era ese trozo de pan extraño que se reblandecía en la boca y el vino dulce que a veces robábamos de la sacristía, y eso era Dios, esperar misas enteras sin entender la homilía para ese sublime momento del pequeño convite y, después, salir corriendo. Pero el tiempo se acabó para ese Dios cuando nos fuimos al instituto porque los domingos se volvieron ocupados por miles de cosas, y si queríamos vino podíamos tenerlo fuera de la Iglesia, y si queríamos hostias las podíamos conseguir en cualquier esquina. Así que no nos hicimos ateos; simplemente nuestra religión se volvieron las tetas, el fútbol y las videoconsolas. El alimento del alma que nos movía entre semanas sospechosamente parecidas, la fe que necesitábamos para cuando no nos quedaba nada en que creer. Ganar el Mundial con un gol en la prórroga. Descubrir a qué sabe el sudor de un buen polvo. Pulverizar tu récord de puntos a las tres de la mañana de un miércoles. Todas las caras universitarias de ese Dios poliédrico. Y mientras tuvimos todo eso, tuvimos el cielo: fue después el descubrimiento de que hay un cielo porque hay un infierno. El día que se rompe el mando. Caer en los penaltis. Matarte a pajas. El último derivado del infierno fueron los bares, las barras. El arco de triunfo ideal, el cruce en la autopista. Alcohol metílico de garrafón para los sábados por la noche, y es ahí donde nos volvió la fe en los domingos por la mañana, el día del Señor. La penitencia de destrozarte las neuronas con salvajes raciones de acetaldehído, la confesión de todos tus pecados pretéritos. El matrimonio con la cama y el sofá, no tomarás el paracetamol en vano. Dios está en las resacas, el único Ente intangible que se nos ha manifestado en toda su plenitud de poder, y eso es lo único que mi generación ha pedido, sabedores de que salvarnos no es posible.


 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Fuego en Videmala

Vengo aquí para escupiros toda la bilis a ti, o a vosotros, culpables, porque sólo sois culpables. Sois culpables de haber destrozado la sombra de mi descanso. El árbol de mis confidencias. El camino hacia mi baño en el embalse. La cabaña de mi amigo. Habeis quemado en una sola noche el verano, mi verano, porque mi verano tiene nombre de Videmala.

Puede que hayais quemado campos enteros. Puede que hayais estado a punto de destrozar casas y vidas. De cruzar vuestras miserables existencias con la de una diezmada población que resiste al ataque del invasor, que no es otro que el Olvido, que es la muerte, que es el desierto en que se está convirtiendo nuestra Tierra de Alba.

Escuchadme, yo os acuso. Os acuso de haber traído en una sola noche el desierto, la muerte y el Olvido a mi pueblo. Os acuso. Habeis quemado bosques. Habeis quemado sombras y arroyos. Habeis sembrado de fuego y humo el atardecer y la madrugada. Vengo a escupiros en la cara palabras que nunca vais a tener la desgracia de leer, ni la fortuna de entender, porque las palabras no son vuestro juego. Vuestro juego es lo oscuro, lo oculto, lo ignoto. Vuestro estilo es astuto sin pretenderlo, y en vuestras caras, que desconozco pero imagino, se dibuja la imagen del miedo cuando os da la luz del sol y se vuelven taimadas cuando se pone y la oscuridad os protege.

Vuestro reino de fuego y miedo no es de este mundo, como no lo son vuestros corazones de alguna clase podrida de piedra resistente a las heladas, a las nieblas y a las tormentas que nunca llegan cuando encendeis la chispa adecuada, la llama que nunca os alcanza el vello púbico, el humo que nunca os estrangula la garganta, la cuerda más fina que nunca vereis y cercenará no vuestro cuello, sino vuestra maldad.

Pero no, no compartimos reino ni deseos. No compartimos las charcas inmundas en las que bañais vuestra piel mugrienta, porque yo lavo mi conciencia con agua de manantial, para que se arrastre río abajo y al llegar al mar, que probablemente nunca hayais visto, se convierta en lluvia que me vuelva a caer encima, que me empape y me haga sentir. ¿Alguna vez habeis sentido? ¿Alguna vez se os ha cortado el aliento delante de un paisaje? ¿Habeis amado? ¿Habeis sido amados? No, me niego a creerlo. Si lo hubierais hecho no tendríais la sangre fría de asesinar una Tierra. De poner en peligro vuestras vidas y el futuro de otras muchas.

Nunca tendreis un sentimiento. Nunca vuestras escasas neuronas sentirán el poder de una corriente eléctrica que las mueva a emitir una sonrisa sincera, nunca tendreis la necesidad de practicar el altruísmo porque nada os hace trascender, no temeis a un Dios ni, por tanto, a ningún humano, vuestro pensamiento superior está subdesarrollado, vuestros lóbulos frontales atrofiados y todos los circuitos mesolímbicos donde se almacenan las emociones, los recuerdos y el poder de la memoria para mejorar vuestras vidas están simplemente llenos de paja seca.

Confío, por lo tanto, en el poder de vuestra mente para que algún día, por esas simples casualidades que suceden, dos neuronas entren en contacto iónico y toda esa paja prenda. Y que ardais por dentro, que ardais sin llama, que se os consuman las pupilas igual que se han consumido los avellanos, que se doblen y resquebrajen vuestros huesos igual que ramas de las jaras y escobas que hoy ardieron.

Entonces, arrodillados de dolor y con los ojos lagrimeantes de fuego, os deseo lo mejor. Que conozcais, nada más que durante unos breves segundos, el significado de varias palabras que nunca habeis usado. Arrepentimiento, responsabilidad, culpa.

Perdón.