miércoles, 31 de marzo de 2010

Pertinaz sequía

A mi ex-novia de Murcia, y a las demás.


Tuve una novia de Murcia que me dejó porque yo no paraba de llover. Llovía en el desayuno, dejando inservibles las tostadas, y la tostadora también, que a punto estuvo de electrocutarnos varias veces porque mientras yo la abrazaba por detrás intentando sorprenderla con un beso detrás de la oreja, ella enchufaba el aparato a la corriente alterna. Me miraba con cierto recelo cuando yo me ponía a llover leyendo el periódico, y las letras se diluían como en los poemas de verdad, pero no eran poemas, sino políticos, deportistas, economistas, telebasureros, deshechos en un pequeño río negro que dejaba perdido el suelo de la cocina. Ella me miraba con recelo.

Me dejó, lo sé de sobra años después, me dejó porque yo no paraba de llover. Y claro, me echaron del único trabajo que había podido conseguir, de pocero, limpiando detritus de las alcantarillas. Ella nunca se opuso a que volviese a casa oliendo a la mierda que toda la ciudad había tirado por su retrete; es más, siempre fue comprensiva y asumió esa parte como algo necesario para el bien común (el nuestro y el de la ciudad). Lo que no podía asumir eran mis continuos accidentes laborales. Los resbalones ocasionados a mis compañeros por todas las gotas que se me iban. Una mañana de deshielo en abril incluso provoqué una avalancha, que se llevó a uno de ellos, cuyo cadáver apareció en Oporto. La viuda no me culpó, se mostró entera, incluso me hizo saber al oído que él adoraba Oporto, que fue un final bastante feliz. Pero yo tuve que dejar el trabajo, los burócratas empezaron a murmurar, y sentía hirviente la culpa, a cien grados más o menos.

Como yo no dejaba de llover, las comidas y las cenas eran otro espectáculo dantesco. Notaba agriarse su carácter cada vez que una sopa salía más aguada de la cuenta. Cuando el pan estaba blando, su sonrisa se iba apagando. Yo siempre fui consciente del problema, de mi problema, incluso puse de mi parte por solucionarlo. Paraguas de poliuretano irrompible, fibra de carbono. Calendario Zaragozano. Traté con los mejores chamanes de la Jungla Amazónica. Vadeé ríos en la Sabana Africana buscando algún mal de ojo contra mi buena suerte. Rompí entre conjuros satánicos estampas de San Isidro y de Santa Bárbara. Recorrí las llanuras de Aliste en busca del curandero de Trabazos y su potingue milagroso.

La cama era un mar de colchones chorreantes, antes después y durante el amor, durante los sueños, que no podían ser sino húmedos, húmedos y recurrentes con ríos caudalosos, durante la conversación y el cigarro que nunca se encendía pero tampoco provocaba incendios. La cama eran sábanas blancas en el balcón al amanecer a lo largo de todo el año, esperando la mañana que las secara, pero Diciembre dejaba las mantas rígidas como placas de hormigón que iban pesando algo más hasta marzo, que nos traía chubascas. Mayo era la solución hasta Octubre.

Mi novia de Murcia se mostró feliz cuando visitamos a sus padres en Espinardo. Se mostró feliz porque sus padres se mostraron felices. Hacía quince años que no veían llover. Estaban felices. Yo estaba feliz, podía hacer feliz a la gente. Pero luego descubrí que ellos sólo me querían para que regara las macetas de marihuana que tenían en el patio. Eso les hacía más felices. Eso a mí no me hacía feliz. Supongo que la gente habla de eso cuando dicen que nunca llueve a gusto de todos. Me quedé en el patio mientras ellos tomaban el café en salón, entre murmullos paternos de aprobación a nuestro enlace.

A la vuelta a Zamora, me dejó. Me dejó después de que jodiera la tapicería de cuero de su coche. Y lo mejor es que yo dejé de llover, dejé de llover en cuanto empezó a llover ella, en cuanto todos los reproches por las sábanas y los colchones fluyeron por su boca, fluyeron las horas perdidas fregando, soportando el agua sobre su piel, que se arrugaba y se agrietaba cada día un poco más. Sus dedos rugosos intentaban detener las gotas, y no podía, yo la miraba con cara de estratocúmulo elevado de cuerpo blanco y bordes grises, fluía poco a poco desde la atmósfera viciada, y el suelo a nuestros pies empezaba a oler a ozono, el coche se llenaba de manchas de barro, ella seguía fluyendo, y yo temía que se secara su Albufera y todas las aves migratorias pusieran rumbo al sur, pero, ¿acaso podía hacer algo más?

Yo ya no llovía, tenía mi cara de pertinaz sequía, pensaba en Murcia, en sus padres y sus plantas de marihuana, en mi egoísmo, quizá mi egoísmo por no haber querido quedarme allí, quizá egoísmo o quizá era su culpa por hacerme sentir egoísta, porque mientras ella fluía, yo me secaba, era Agosto. Pensaba en mis Tablas de Daimiel, en mis Arribes del Duero, en sus ojos del Guadiana, era barrancos y era llanuras. Me quedé en aquella cuneta de la nacional 630, donde la tierra aún estaba agrietada, y años después aún la busco entre los pictogramas de la Meteo que ofrecen tras los telediarios, he ido trazando un mapa con sus anticiclones, un mapa que son mil garabatos sin sentido, las isobaras no me dejan dormir, y ahora que mi colchón ya no tiene agua, se me han ido terminando uno por uno los sueños húmedos. Por eso tengo una planta de maría en el balcón.

martes, 30 de marzo de 2010

El último Latin Lover

Amigos, Hermanos, Compañeros.

Hoy ha caído el último bastión de la Virilidad. Ricky Martin, informan los rotativos, radios, televisiones y demás medios de masas en general, se declara abiertamente homosexual en su página web.

Y ahora todos nos preguntamos: ¿por qué, Ricky? ¿Por qué nos has hecho esto? ¿Qué necesidad había de hundir toda la ilusión que fuiste creando en nosotros con megahits como "Maria", "She bangs" o el Himno del Mundial de Francia '98? En esas canciones alardeabas de tu masculinidad, con letras pegadizas y coreografías rompedoras de pelvis para perrear cuando todos estos niñatos ni siquiera habían inventado el Reggaeton.

Tú, Ricky, tú. El último Latin Lover ha caído, qué haremos, Ricky, qué haremos. Qué mujer se creerá nuestras palabras, si nosotros ya no podemos creernos las tuyas. Qué canción tendrá sentido, si ahora todas las tuyas son mentiras. ¿Los años de silencio y reflexión te ayudaron? ¿Todas aquellas cachondas con las que yaciste eran puro teatro? Ahora ya nada es verdad. Tus mechas no eran sólo por ganarte al público, ¿no? ¡¡Eran estéticas!! ¡¡¡Ricky!!! No puedo seguir, en serio.

Ahora te apoyan todos esos artistas que también conquistan con sus melosas voces y sus delicadas baladas. Alejandro Sanz. Juanes. Seguro que Carlos Baute es el próximo.

Y por ahí, no. Por ahí sí que no, Carlos Baute.

Alergia y alegría tienen las mismas letras




En 2003 nadie podía acercarse a Lance Armstrong. Algunos soñaban con hacerlo, y en la tercera rampa del puerto estaban pidiendo asistencia médica. Pero entonces apareció un vasco con los huevos bastante gordos, que hizo lo mismo que todos. Intentos infructuosos. Pero provocó cierto temblor en el impasible americano, que escalaba de la misma forma que yo cuando vuelvo a casa a las 7 de la mañana: sentado y sin mirar atrás, sin cambiar el rictus de seriedad.

En 2003 nadie podía acercarse a Lance, y Joseba casi lo consigue hasta que el 14 de Julio de 2003, día de la República Francesa, y justo 7 años antes de que yo me examine de Oftalmología a varios miles de kilómetros de allí, bajando el puerto de La Rochette, a 8km de meta, camino de Gap, su rueda trasera decidió romperle el fémur, la muñeca, el hombro, su carrera.

Beloki, que nunca sabremos si pudo haber ganado o no aquel Tour de Francia, en ese afán que tenemos los humanos de comenzar los interrogantes con "¿Y si...?, nunca más levantaría cabeza. Luego vino el penoso vagar por equipos de mala madre, y la imputación en la Operación Puerto, contra el dopaje. La cruda realidad se manifiesta cada vez que me encuentro con Mane, Derteano o Clusmy, y alegamos que "vamos más puestos que un ciclista".

Beloki tuvo la casta. Y lo pagó, porque decía mi abuelo que de valientes está el cementerio lleno. No pudo hacer nada contra la Historia: los 7 Tours de Armstrong atestiguan la increíble gesta del americano, que sin embargo, en su imparable afán de superación, ha vuelto al ruedo mediático para superarse a sí mismo. O eso dice.

Porque de pronto nos encontramos con dos hombres que por sí mismos podrían hacer correr ríos de tinta deportiva, que vuelven para... ¿para qué? Michael Schumacher y Lance Armstrong, heptacampeones indiscutibles en sus respectivas categorías, Fórmula 1 y ciclismo. Y vuelven, con edades más elevadas que el resto de sus competidores, con años de retiro a sus espaldas. Vuelven a lo grande, avalados por el nombre y el crédito que se ganaron en sus momentos de gloria. Vuelven para demostrarnos, para demostrarse algo, no sabemos bien qué.

Y sin embargo, aún con todo su afán y su indiscutible clase, la lógica se les impone. Porque mientras que a Schumi un novato (un gran novato, todo sea dicho) con un limitado coche y con apenas 9 carreras de experiencia se le resistió hasta la saciedad en Albert Park el domingo, a Lance se le presentó la oportunidad de dejar en ridículo al que según la prensa es su grandérrimo adversario, el madrileño Alberto Contador, que sufrió una "pájara" en el Criterium Internacional, por una supuesta alergia.

Pero alergia y alegría tienen las mismas letras, de modo que el bueno de Lance se quedó cortado en el puerto incluso antes de que a Contador le diera por perder un minuto completo. Escalando, igual que Schumacher corre. Siendo grandes. Pero no tan grandes como fueron. ¿Qué necesitan demostrarnos, o demostrarse? ¿Es la grandeza retirarse en la cumbre? ¿Es la grandeza volver ahora, pasados los 40 años, y mostrar su debilidad mortal ante enemigos teóricamente más pequeños?

La grandeza es tener 29 años y estar a 40 segundos del líder, jugartela bajando un puerto de mierda en la octava etapa (de un total de 21) y terminar con tu carrera. La grandeza es correr con 46 años, como Fangio, en el Infierno Verde de Nürburgring, y vencer, ganando tu Pentacampeonato del Mundo.

Grandeza, en el deporte, como en la vida, es ser un Dios como muchos han sido, pero caminar a la misma altura moral que el resto de humanos. Y no perder la paciencia a la hora de que la Historia te coloque en el sitio que te corresponde.

lunes, 29 de marzo de 2010

Buscaba la manera de decirlo todo en un par de frases.
- Te mataré, colega, pero no con esta pipa, sino con mis palabras.
Buscaba algo que de verdad le llenase la boca.
- Tengo una historia acojonante, verás, empieza por "Corría el año...".
Buscaba un golpe de suerte de los buenos.
- Rellenaré la quiniela este fin de semana, y luego te escribiré ese par de frases desde las Seychelles.
Buscaba un trago para volar y no prenderse la garganta.
- Jefe, pongame un Seagram's tónica, no importa si nunca ha oído hablar de la Seagram's.
Buscaba el relato corto de nueva narrativa negra francesa para empezar con otro estilo en la Moleskine.
- Patrick Raynal tiene ese algo que estamos buscando, por favor: pongame kilo y medio de Raynal.
Buscaba un sitio para estas vacaciones sin papá.
- Quiero tu ropa de antaño, quiero tu mirada de antes.
Buscaba una noche de las que le trajeron a este sitio.
- Hubo una vez hace años que volví a casa con más dinero del que llevé, y no me prostituí.
Buscaba una curva para tumbar de verdad.
- Hay una carretera entre Bragança y Puebla, los domingos te hielan las manos.
Buscaba un café entre todas las aguas de fregar por un euro cincuenta.
- La bata en la cantina del Hospital te hace parecer respetable, la gente mira el fonendo y te tienen por alguien.
Buscaba la canción que le olvidase a contratiempo.
- Este riff lo sacaron de Rockin' all over the world de los Status Quo, y lo metieron en el directo de los Extremo.
Buscaba salir de este lugar común sin parecer atropellado.
- Te veré en cinco minutos en los servicios de la biblioteca, no te molestes en despeinarte.

sábado, 27 de marzo de 2010

Al vacío

Esto tuvo fecha de caducidad hasta que lo envasamos al vacío. Antes vino el invierno. Ahora la primavera, los parques, las avenidas, las libretas con goma. Doctor, últimamente padezco de vértigo. Me extirparon la losa que tenía cuando la besaba, y me tocaron el caracol, creo que es algo de vértigo. Me entreno mirando sus fotos, pensando en las caras que quiero que ponga. Estamos al vacío, pero doctor, creo que me pasa algo grave. Que no me ahogo.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Plástico

Llegamos desnudos a la última estación. No sé aún muy bien cómo lo hicimos, no sé donde empezó la apuesta ni dónde terminó. Llegamos desnudos a la última estación, donde nos esperaba la policía para registrarnos. Te hice reír enseñándole el culo al señor agente. -Mire, señor agente, mire mi culo. Saque la mierda y llevela a analizar.- Tú te reías. Yo te hacía reír, y sabía que era la última estación. Sabía que Víctor Jara y yo acabaríamos cantando las mismas canciones desde el mismo lugar. O sea, callados y en la tumba. Tú te reías, yo me reía, el señor agente se reía. Estábamos en la última estación, reíamos, estábamos desnudos, porque parada tras parada nos fuimos quitando la ropa, sabíamos que la línea se acababa. Yo pensaba en ti y en mi madre. Tú pensabas en sexo seguro. El conductor llamó a la policía. El señor agente pensaba en usar la fuerza. Probablemente pensara en sexo anal. Probablemente contigo o conmigo, o con los dos. En los calabozos, porque llegamos desnudos a la última estación. Me habías quitado en la penúltima los calzoncillos con la mirada, yo te desabroché el sujetador con las dos manos, porque aún no era tan diestro en tales artes. La estación estaba vacía, sólo nosotros cuatro, manteniendo la compostura a duras penas el agente y el conductor. Tú y yo nos mirábamos. Nos mirábamos, desnudos. Nunca antes nos habíamos visto desnudos. Apagabas la luz. Me cerrabas los ojos. Todos. Nos daban igual aquellos dos tipos de uniforme, sabíamos cómo terminaba aquello. Yo notaba el tacto de plástico del asiento contra mi espalda y sus granos que se pegaban, yo lo notaba todo cerca. Me daba miedo el ruido que harían al despegarse, me daba miedo despertarte, pero tú estabas despierta.-Mire mi culo, señor agente, mirelo, ¿acaso no le tienta?- Nos daban igual aquellos dos tipos de uniforme, habíamos perdido toda nuestra ropa, y yo te veía desnuda antes del final, ojalá hubiera podido llamar a mis amigos para contarles la jugada, pero no teníamos nada en la última estación, ni siquiera habríamos podido pagar de nuevo el billete si nos lo pedían, ni siquiera habríamos tenido más billete que el ruido de la piel pegajosa al deshacerse del asiento que nos retenía; llegamos desnudos a la última estación: las ventanas negras, sin cristales empañados ni una reseñable historia para defendernos, sabíamos que aquello se acababa en la estación, yo tenía suerte de verte desnuda. Pero no podía hacer nada, el policía sacó la porra y el resto es la historia de cómo él y yo salimos vestidos de la última estación, y tú acabaste besando al conductor.



lunes, 22 de marzo de 2010

JK Toole lo vio todo mucho antes, colega

"Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconocereis por este signo.
Todos los necios se conjuran contra él"

J. Swift. Usado como preludio en "La Conjura de los Necios", de JK Toole, único premio Pulitzer póstumo.

domingo, 21 de marzo de 2010

Deconstruir el personaje

Henri Pinault entró en el Café Kléber, del número 3 de la Place du Trocadéro a las 5.32, como cada viernes impar. El camarero peruano con una eterna sonrisa y un delicado acento sudamericano al pronunciar las eses y las erres francesas le sirve un Diavolo Mint de un color tóxicamente atractivo, dulce, viscoso, empalagoso. Luego le pondrá una Perrier.

Henri Pinault se sienta en la mesa de la entrada de los lavabos, con vistas a la terraza, y comienza a deconstruirse dejando de lado una muleta azul que le sirve para distinguirse del resto, mendigos que sólo pueden depender de la Seguridad Social y sus metalizadas muletas con tacos de goma negra gastados, muy gastados por el pavès. Se deconstruye desencajando su pierna izquierda, delicada prótesis de titanio y alguna curiosa mezcla de plásticos que comienzan con el prefijo poli.

Henri Pinault piensa en el coche de la Gendarmerie que le atropelló en 1968. Camino de la Sorbona. Henri estudiaba Arquitectura con la esperanza de desbancar a Frank Lloyd Wright de los libros de historia. Era marzo, no mayo, de modo que nadie habló ni le dio palmadas en la espalda por su resistencia a la opresión, por perder una pierna, por una posible gangrena de Fournier, por varios meses en la cama. Henri Pinaul bebe despacio el Diavolo Mint, le cuenta a cualquiera su historia, lleva americana con coderas.

Henri Pinault después se quita la americana y saca de su eje el brazo derecho. Pinault pintaba en el Hôpital en una Moleskine con carboncillo. La primera semana que llevó muletas le costó. Luego empezó a manejarse, volvió a sentirse un hombre, cogió confianza. La misma confianza que le hizo entrar en aquel metro en la parada Réaumur-Sébastopol una tarde de octubre de 1974 cuando las puertas ya se cerraban, y nadie gritó por él. Ya no quedan manchas en los azulejos de la estación. Y nadie gritó por él.

Henri Pinault, cuando ha leído durante el tiempo suficiente L'Équipe. Perdón. Cuando Henri ha fingido durante un tiempo suficiente que le importan los diarios deportivos como para leerlos, se saca el ojo de cristal, que nunca recuerdo si es el derecho o el izquierdo, porque suele llevar gafas, y no le miro nunca a los ojos, me da miedo. Henri se saca el ojo de cristal, y lo pone encima de la mesa, mientras con el sano lo observa, se regodea en los detalles, contempla la esfera. 19 de abril de 1985, escaleras del centro Pompidou, monsieur Pinault leía el folleto de la exposición "La collection d'art vidéo" que cerraba sus puertas a la mañana siguiente cuando se encontró con un alambre en la cara perteneciente a la muestra permanente del hall. Ni siquiera salió en el catálogo.

Henri Pinault toquetea despacio el brazo, la pierna, el ojo, todos esos artificios de los que la naturaleza le dotó con una pareja, se apura el Diavolo Mint, se reconstruye parcialmente y se pregunta el porqué, de forma metafísica, el porqué de que esa misma naturaleza le diera sólo un pene y sin embargo tantos dientes a la cremallera de aquellos pantalones tejanos.

sábado, 20 de marzo de 2010

I. Eres sólo un fantasma, una sombra, me das miedo, mucho miedo cuando te miro sonreir así, yo que te recuerdo a mano despacio, por la cadera, por el hombro y el cuello. La noche arde en la ciudad del Turia; elevan a cenizas sus súplicas, aquí llueve despacio y el asfalto y mis botas y las piedras. Sabes, odio esas parejas que se hacen fotos sin que importe el fondo y también a las que se besan en los intervalos en rojo de los semáforos. Me duele por encima del ojo izquierdo, estas madrugadas son un poco infierno y un poco masoquismo. Me duele la muela que está encima de la que debería doler de verdad. ¿Eso también se contagia?

II. Cállate y bésame, tonta. Rick lo ha hecho bien. El avión sale de Casablanca. Louis Armstrong hizo una gran versión. ¿De qué color sería el París que hemos conocido en blanco y negro? Escucho el Danubio Azul. Una vez estuve en Viena. ¿Estaría Rick allí antes de 1938? Estuve en Viena una tarde, había tarta Sacher. Rick se da a la bebida, fijo; tan fijo como que ese gendarme es homosexual. No puedo tomar en serio a los franceses. Con ese bigotito. No puedo tomarles en serio. ¿Tú crees que París tiene ahora otro color?

III. Corría el año 1924 cuando Irvine y Mallory empezaron a escalar el Everest. No aparecerían hasta principios del siglo XXI, y nadie sabe si fueron ellos o Hillary los primeros en pisar la cumbre, porque nunca apareció la cámara de Mallory. Ahí arriba nieva, y las piernas están cerradas, los pies sumergidos en hielo y agujas para las falanges, pero están en la cima. Helados, pero en la cima; eso es algo que nadie les puede quitar. Las botellas de oxígeno escasean en el mercado negro, pero qué difícil debe ser hacerlo a pelo. Y la cámara que nunca ha aparecido tiene el misterio resuelto. Nieve en el Everest, los pies helados. Seguro que ellos también odiaban las parejas que se hacen fotos en la cima del mundo.

IV. Esta hora no puede ser buena, dice. Y se vuelve a la cama.

jueves, 18 de marzo de 2010

Léete mi horóscopo


Léete mi horóscopo, me ha tocado llegar tarde y corriendo otra vez, enseñando el culo por encima del cinturón y perdiendo los papeles. Léete mi horóscopo, estoy por encima de ti y por debajo de esto. Me dedico a la venta de anuncios por palabras, señora, cómpreme algo que tengo cuatro hijos de puta y dos mujeres que alimentar, señora cómpreme cincuenta palabras, que me salen como churros. Léete mi horóscopo, me dice que de salud genial, que nunca más me tendrán que sacar de la pared del pecho medio litro de agua de lavar carne que me recuerda más bien a sangría Don Simón sin un solo hielo. Yo leo el periódico por las mañanas como quien fuma rubio en el balcón, sin ganas, sin sabores extraños en la boca, ni café y nada que contarnos el periódico y yo, yo, yo, yo leo el horóscopo, ¿por qué no habrías de hacerlo tú? Léete mi horóscopo, verás que la suerte está de mi parte, y hasta la edición de mañana por la mañana no tienes nada que hacer contra mí.

El doble de las escenas de acción

Buscaba un Opel Corsa blanco del 85 por la ciudad. Como el que ella tenía. Buscaba un Opel Corsa blanco del 85 por la ciudad para que le atropellase. No que le atropellase ella. Al menos, no necesariamente. Porque quería que ella lo viese rebotar contra el parabrisas y saltar un par de metros. Estaba todo ensayado. Había grabado en vídeo la escena varias veces, había mejorado su técnica de caída sobre los pasos de peatones. Incluso había veces que le quedaba niquelado, justo sobre la luz verde del semáforo, de modo que no sólo actuaría de miedo, sino que incluso le sacaría toda la pasta al seguro.

Buscaba un Opel Corsa blanco del 85 por la ciudad. Caminaba concentrado y se aprendía de memoria las líneas de autobuses, se miraba en los escaparates, silbaba la radio. Y por el rabillo del ojo controlaba el tráfico. El Opel Corsa blanco apareció una tarde en el cruce de su calle con su panadería. No era ella, de modo que no hizo amago de lanzarse al paso de peatones. Se quedó parado en la acera, apuntó la matrícula mentalmente; los niños lanzaban balones a la calzada, las gaviotas cagaban en el paseo marítimo. Se pasó la tarde dibujando en servilletas de papel las diferentes trayectorias. Incluso utilizó el sistema métrico decimal y las reglas de tres para sacar tiempos y velocidades. Se pasó toda la tarde pagando cañas mientras retocaba los aspectos más sutiles del plan. Un Opel Corsa blanco, ella, o no ella. Pero si no era ella, se volvía cobarde, no se lanzaba al coche, no daba la voltereta con el mismo afán. Y eso había que mejorarlo.

Buscaba un Opel Corsa blanco del 85 como el de mi padre por la ciudad. Llevaba los pantalones vaqueros para evitar quemaduras, pero sin rodilleras, que eso no era de hombres. Los hombres se caen y se levantan. Los hombres se pelan las rodillas, y siguen. En su mente reconstruía despacio la secuencia de hechos, y pensaba con pesar en aquel del otro día al que dejó escapar. Se escapaba y se escapaba y se escapaba. Y con él, se escapaba ella, se escapaba la pasta del seguro, se escapaban el semáforo en ámbar y las rayas. Compraba un croissant de chocolate, pensaba en cine de Wong Kar Wai que no había visto en la vida, escuchaba a Marvin Gaye en el hilo musical.

Un Opel Corsa blanco del 87 bajaba por la calle. El semáforo estaba en verde. La matrícula estaba doblada. El doble de las escenas de acción saltó por encima del capó con vaqueros azules, con botas de cuero y aterrizó al otro lado con el croissant y el dvd de Hierro 3. Se reía, pensando en que podría haber sido un gran error, que el Opel Corsa no era ese, que seguiría con suficiencia buscando el coche blanco y la manera del atropello. Sin embargo, nadie en el registro le había dicho que dieron de baja antes de ayer el último de aquellos modelos, y que si quería liarla así, tendría que irse a Pucela.

lunes, 15 de marzo de 2010

Google cares

La publicidad, argumenta mi amigo Arnau, está cambiando de actitud. Es decir, se han dado cuenta de que al público en general le resulta agresivo e intimidante el constante e indiscriminado ataque, que en lugar de acercar el producto al cliente, le provoca una mueca de desagrado y ganas de echar a correr, de cambiar de canal o de cerrar la web que esté leyendo.

Por eso este cambio de enfoque. Esa actitud de "si nos quitan, será que algo hemos hecho mal". Caminanos hacia otra clase de identificación con el producto. Y ahí es donde Google, a pesar de sus posibles y criticables fallos políticos y/o de doble moral, ha acertado por encima de otros muchos.

Primero, porque te da la opción de elegir, ante todo. Elegir si quieres o no publicidad, y eso es tan hábil que ya te predispone a su favor. Segundo: el simple y efectivo hecho de la publicidad relacionada. Si yo entro en una web, demuestro cierto interés por el tema que tratan. Por lo tanto, anuncios relacionados con dicho tema pueden seguir despertando el interés en mí. Tercero, esa ilusión de cercanía y comprensión que parecen demostrar.

Y digo ilusión, porque detrás de todo esto, sigue estando la pasta de por medio. Pero siempre podrás pensar que Google se preocupa.

viernes, 12 de marzo de 2010

Delibes a la sombra de un ciprés


Salinger y Delibes al hoyo en el mismo año. Como el Tiñoso, en El Camino. Recuerdo El Camino. Yo tenía 11 años, creo que los mismos que el Mochuelo. Era verano. Yo era el Mochuelo. Delibes fue mi primer grande. Era verano, y yo era el Mochuelo, yo no sabía que leía a un grande por primera vez. Me tragué El príncipe destronado por encargo allá en la ESO. Y en un año oscuro no muy lejano La sombra del ciprés es alargada. Ahora es alargada para ti, Miguel, don Miguel, maestro, te decían. Quedan tus letras, en esa Castilla que tanto odio, pero tú quizá eres Castilla del mismo modo que yo quise ser Daniel el Mochuelo, así que en una tarde como la de hoy las letras nos van a salvar de lo único irremediable, y de Castilla.

jueves, 11 de marzo de 2010

Corriente alterna

/fill the night with stories/the legend grows

Nos conocimos una noche cualquiera, en un bar cualquiera de esta ciudad, que como suponéis, bien puede ser una ciudad cualquiera. Yo la tengo aún en mente, concretamente grabada eléctricamente en algún lugar de mi memoria, que es un ente selectivo pero modulable según las percepciones. No faltó la química del etanol en nuestro primer encuentro, y aunque al principio lo nuestro no pasaba de ser algo físico, como podéis suponer a estas alturas, ella era de ciencias. Yo por aquel entonces trabajaba en el alambre.

Concretamente, reponía los cables subterráneos de alambre de cobre que llevaban la luz. Un mono azul butano y unos guantes aislantes, unas botas con suela de goma. No me estresaba demasiado, pero por si acaso escuchaba los AC/DC para liberar tensión. Ella menospreciaba un poco mi manual actividad, y yo pensaba que si supiera toda la verdad de las manos quemadas que tenía, se echaría para atrás. Pero callaba, en pro de lo nuestro. Comenzamos con el intercambio de electrones quitándonos el jersey de lana en pleno enero y sacando chispa de la noche, que llenaba la oscuridad de nuestra habitación de pequeños destellos crepitantes. Luego el intercambio fue de fluidos, ella me decía al oído que había ordenadores que sacaban dinámica computacional de todo aquello, acariciaba mi espalda y hablaba de mejorar mi penetración en el aire, de hacerme aerodinámico. También hablaba de penetrarla en el aire.

Fue más tarde cuando descubrí que aquello era peligroso, pero nos gustaba. En mis ratos quirúrgicos libres, y con la ayuda de algún manual de consulta, yo lo llamaba el síndrome de la valla eléctrica. Porque ella (que, como a estas alturas queda claro, llevaba el mando y cambiaba de programa a su antojo) decidió que debíamos ponerle unas reglas al juego. Aquello era un juego, repito. Las reglas no eran muy difíciles. Poco más de lo que supondría un pequeño esfuerzo.

No cruzar en verde los semáforos. No desconectar la lavadora si está centrifugando. No hablar en voz alta más allá de las 3 de la mañana ni antes de las 8. Llevar los jueves una prenda verde. Poner todos los calcetines en el quinto cajón de la cómoda. Sólo buscar frecuencia modulada en el coche. Caminar por la acera izquierda siguiendo los números impares. No pisar las hojas verdes recién caídas. Sólo canales neutrales ideológicamente en la televisión. Sólo periódicos cuya tinta no se pegue a los dedos. Prohibido cantar los goles del contrario. Canciones con letra en alemán.

Conectó a mis pulgares y a mis dedos gordos cuatro electrodos e hizo lo propio con ella. Al menos, nunca podré negar la evidente igualdad. Luego llevábamos en la cintura una batería como esos micrófonos inalámbricos. Si alguna de las normas se incumplía, unos cuantos voltios se descargaban sobre nuestro cuerpo. El de la otra persona. Si todo lo anterior sonaba perverso, esa, esa era la verdadera vuelta de tuerca. Sufrir en la carne los errores del otro. Cada pequeña quemadura negra que iba trazando una constelación era el recuerdo diario. Empecé con ilusión pensando que podríamos aprender, aunque fuera despacio. Y que se irían reduciendo los chispazos.

Pero llegó el día que no fue así. Que llegamos a la cocina. La ropa negra, las manos negras, los ojos negros, sus ojos negros. Y nos miramos. Lo supe. Lo supe. No nos dirigimos la palabra, sólo la mirada, la mirada, aquella mirada. Dormí en el salón, sobre la alfombra, con la esperanza de prenderla. Y ella debajo del nórdico de plumas. Encendí la televisión y canté cada gol del 2-6 como si fuera la final del Mundial. Ella se levantó y fue al cuarto de baño. Puso tres calcetines (impar, siempre impar) en la lavadora, y a mitad del centrifugado lo detuvo. Luego los puso en el quinto cajón de la cómoda. Yo abrí de par en par el Marca. Salí a la calle, la 1 de la mañana, 3 grados bajo cero, y yo ardía. Esperé con toda mi paciencia a que el semáforo se pusiera verde, mientras recibía dos descargas más (que nunca supe que eran por escuchar la banda AM en la radio, y por recitar a Brecht y su Ópera de los Tres Peniques).

Bajé hasta el río. Los cables me habían carcomido la piel y tenía caminos quemados por mi espalda, que se cruzaban como hilos de araña. Estaba en medio del Puente de Piedra. Tirar del cable. Tirarme. Me daban vueltas y descargas (jueves, ella vestida de rojo marino) Sentía cada electrón a traición, cada milivoltio multiplicado, mi tálamo explotaba en sensaciones multicolores. Mis pulgares sangraban. Buscaba el botón de autodestrucción en el abdomen. De pronto, todo se detuvo. Ella había bajado con el coche, conociendo de memoria mi camino. Ella se bajó del coche. Ella me quitó las pilas, sin hablar. Ella se subió al coche. Ella me dejó allí. No llovía. No era romántico. No era poesía ni nada sobre lo que valga la pena que Garcilaso escriba. Pasaba más gente. Gente que no miraba. Gente que no ha recibido nunca una descarga eléctrica por odio. Ni por lujuria. Ni por resquemor, ni por venganza. Gente que pasaba, que no miraba.

Ahora yo reparo televisores y mi pulgar izquierdo no tiene uña, y me duele al calzarme. Y de vez en cuando, cuando no siento nada, me paso un cable por el pecho y aprieto un poco para que al ponerme el pijama la noche se haga un poco de crepitaciones y de odio, y de olvido, y de electrones en cadena.

martes, 9 de marzo de 2010

Te pedían

La gente por la calle te pedía a gritos, yo me desconcertaba dando vueltas, la gente te pedía, te pedía, no paraban porque no podían parar, porque no querían parar ni entender, quizá no había nada que entender, por eso ellos pedían, a ti, como una salvación andante. “Otra, otra”. “Pero”, decía yo en mi ignorancia, “si tú eres tú y no otra, qué piden”, “qué van a pedir”, decías con tu sonrisa, “me piden, me piden a gritos, no los oyes, ahí fuera, como insectos de esta tarde de agosto, de tormenta, como insectos con sus molestas alas transparentes de plexiglás de balón de playa de marca de refresco”. Revolotean en sus sueños, en eso que ellos creen real, en eso que ellos viven real, realmente saben lo que viven, y somos tú y yo los que vivimos mintiendo, mintiéndonos, jugamos con las palabras sin mirarnos a la cara ni a las cartas que hemos dejado de escribir hace varios años luz, luz de flexo a la una y treinta y dos, eso éramos, en una habitación pequeña para dos y grande para mí. “No los oyes”, repetí autómata, “sal, anda, te piden aún.”

Yo no entendía las voces de fuera, sólo entendía mi ventana del balcón temblando, como cuando se paraba un trailer en el semáforo de enfrente, los domingos por la tarde con telefilmes en la cadena pública que no menciono por no hacer publicidad, entendía ahí abajo el rumor. “Otra, otra”. Me desconcertaba tanto el hecho de que fueran ellos y no el silencio los que poblaban el empedrado como siempre lo fue hasta que llegaste, hasta que te nombré por primera vez, hasta que me perdí y nos encontramos, qué voy a saber yo de esto, qué voy a saber de nada, no me ves, mírame aquí, sentado en la cama con mis ojos de estudiante de tercero de primaria, con mi pelusa en los pómulos, sal, ellos te piden, piden a otra, otra más, y para mí esto ya ha valido, no soy tan egoísta como para quedarme sentado, esta colcha no podrá mucho rato más con los dos.

Entonces me miraste, me miraste porque lo recuerdo, y lo recuerdo porque me miraste, así, con viceversa y redundancia; no me me miraste con viceversa y redundancia, sólo me miraste de la misma forma que supongo mirabas a tus libros del bachillerato que dejaste a la mitad, aunque a mí no me dejaras a la mitad ni tampoco me repitieras, te fuiste con las voces de la calle, porque, claro, te pedían, te pedían a gritos, y yo callaba con la misma náusea que Sartre, si hablaba te iba a vomitar todo, te mancharía esa cara blanca y rectilínea y ya dejarías de mirarme igual que a tus libros de bachillerato para empezar a mirarme como a los seguratas que te escupían en bares de mala muerte, te fuiste con las voces de la calle y me quedé solo, yo solo estoy ahora, yo sólo estoy ahora contándole a estos señores lo que ocurrió la vez aquella que te pedían a gritos desde la calle, pedían otra, otra, y te bajaste, otra más.

La sombra

Para VBM, con cariño. Gracias por lo enseñado.

Larga, estrecha, sombra.
Eres tú de perfil.
Y yo diciendo: dónde coño
estará el sol
ahora que ya es marzo.
Y las manos heladas.
Y los pies, fríos.
Larga, estrecha; sombra
Yo pensaba si acabaría
más tarde o más temprano
por irme al sol
por escapar.
Larga, estrecha. Sombra.
Y ahora, horizontal porque
al final yo, que
no pude irme,
yo,
sombra,
te he tumbado.

lunes, 8 de marzo de 2010

25 centímetros

David Refoyo, alias Clifor (abajo a la derecha: enlace a su blog)ha abierto el fuego, con 25 centímetros (aquí, enlace a la web del libro), su primera novela, publicada por Ediciones DVD (Barcelona, 2010) al precio de 14 europios, que mucho más que gustosamente emplearé.

Otro autor zamorano que sale adelante en el panorama de la narrativa y poesía contemporánea. ¡¡Enhorabuena, Clifor!!

domingo, 7 de marzo de 2010

Comfortably numb


no está todo perdido; aún me queda el rock and roll.Alguna noche, como hoy, me despierto antes de tiempo y me imagino en otro sitio, con otra gente, sudando y cerrando bares con cuero y tachuelas. Luego me vuelvo a dormir, porque son las 6.15 de la mañana, y cuando salgo de casa llevo pitillos y las Converse, y entonces sí que me despierto con el iPod pensando, como dice Yosi, en lo que pudo haber sido y no fue. yo lo que quería era seguir soñando/con mujeres desnudas/que van al trabajo en autobuses rojos/
Claro, es fácil tirar adelante sin un riff de ametralladora de repetición, sin palabras que hieren de verdad y que te hablan en el mismo idioma que has escuchado en la calle desde que te pelabas las rodillas las tardes antes de Barrio Sésamo, es fácil dejar tu mente comfortably numb, indolente y apagada, relajada por el vacío de cualquier sinsentido. Todos los heavys tenían que haberse muerto en 1994, así no habrían padecido las lacerantes miradas cuando entran a los bares con sus melenas rizadas y sus botas altas. but the devil take tha' woman, yeah, for you know she tricked me easy, mush-a-rain-da El hotel ya estaba cerrado cuando entraron por la puerta sudando LSD por los dedos de los pies, aquel sofá no debería haber tenido alas, aquel madero no debería pasear por la acera a las siete menos veinte, porque eso no son horas, y ellos no tenían la culpa de que la funda del bajo pese seis kilos y doscientos cincuenta gramos, qué hemos hecho para perder otro gramo, suspiraron, retorcidos en la alfombra de pelo gris.no es el coro de una iglesia, es algo más visceral /sabes que no puede ser, que eso no sería Obús/ que-te-jodan, /no, no voy a cambiar/ Lo bueno es que en alguna calle de París aún se cruzan Jim, Janis, Keith, Bon, y queda la esperanza, o quizá ya sólo es el recuerdo, de lo que la música fue.

sábado, 6 de marzo de 2010

¿A qué se refieren?

¿A qué se refieren exactamente cuando dicen que Febrero fue el mes más lluvioso de los últimos 30 años? Es decir, comprendo perfectamente a lo que se refieren, pero yo me refiero a qué quieren transmitirnos con esto desde las radios. A qué aspiran. ¿Nos rasgaremos las vestiduras pensando en todos los 359 meses que fueron menos lluviosos? ¿Qué opinarían en Murcia de esto?

¿A qué se refieren exactamente? Qué estúpida inutilidad de hojas cuadriculadas colgadas en la pared de la cocina de mi abuela, y todas ellas el pluviómetro no llegó a la altura requerida para superar los 29 años anteriores. No sirvió de nada que lloviera, lloviera lo que lloviera, pensarán cabizbajos todos aquellos que observaron desde la ventana las tardes en que no pudieron salir a pasear.

No sirvieron de nada las tormentas de verano para que tú y yo nos besáramos, para que las moscas después se posaran en el porche de la casa con charcos, el ambiente pesado y el olor a ozono. No sirvió de nada el chaparrón que tenía que limpiar la plaza de barro, ni cuando aquella ladera de tierra arcillosa se derrumbó llevándose por delante la autovía, ni las casas de Colombia. ¿A qué se refieren exactamente? No pudieron expresar la poesía de la tristeza que se asocia a toda la lluvia, a los cristales, a las gotas.

No podrán juntar a todas las niñas que hicieron la revolución de las capuchas y salieron con sus hippies quince años a mojarse el pelo por las calles empedradas y cuadernos con hojas de otoño y de invierno y primavera y verano en blanco. ¿A qué se refieren? ¿Qué hubo antes de esos 30 años? ¿Cómo fue aquel mes? ¿Había aún blanco y negro? ¿Se tiraban adoquines a los grises? ¿Cuá había sido el mes más lluvioso antes? La radio me está creando un sentimiento bestial de incertidumbre, ¿era eso lo que querían? Yo veía los relámpagos naranjas de las farolas de mi calle iluminar miles de rayas verticales que mojan la acera, yo no creía en Febrero y su lluvia, la AEMET me llevará a una terrible crisis existencial.

¿A qué se refieren exactamente con que acabamos de salir del mes más lluvioso de los últimos 30 años? Y, lo que es peor: ¿Qué espera la AEMET de Marzo? ¿Acaso si llueve más que en Febrero, no lo olvidarán rápido, y pasará al anonimato de otro montón de hojas? Papel mojado, qué ironía.

Y qué será de las farolas, de las tormentas de verano, de ti y de mí que huímos de los grises, del calendario de pared de mi abuela, de las niñas hippies, qué será de la AEMET, de Murcia y de Colombia, de los charcos y de la radio, de Santa Bárbara bendita, cuando por fin llegue la sequía.

viernes, 5 de marzo de 2010

Espacio exterior


Para mi padre, por su 54 cumpleaños.

"La última vez que el comandante Prieto vio la Tierra a través del ojo de buey que le conectaba al vacío en la Tannhauser, sonaban en sus oidos todas las notas que le habían traído desde 1956 al espacio exterior. Las tripas de metal de la nave no sufrían de gases en gravedad cero, pensaba contraído el rostro mientras apretaba su sonda. La de escape. La de escape de la nave no, la del comandante.

El comandante hizo lo que pudo por adaptarse mientras el tiempo había ido corriendo a su alrededor. Se hizo a la comida enlatada en plomo tras el apocalipsis nuclear. Se hizo a las redes sociales, incluso a la tercera generación de su familia. Y ahora la tierra se iba acabando, y el comandante Prieto volaba en la Tannhauser recordando películas, relojes, soñando con y sin fiebre.

El comandante Prieto perdió todo su pelo allá por Infantería cuando patrullaban los Monegros en aerodeslizadores posteriores a la Pequeña Guerra, y las radiaciones hicieron lo suyo. Pero le favorecía a la hora de calzarse el casco de las mejores misiones exteriores. Y de transportar todas las monedas de la nave de un lado a otro, como uno de los castigos eternos de la mitología griega por haber infringido alguna de las Leyes de la Robótica.

Y luego, cuando estaba de nuevo pegado con velcro al suelo de la nave, giraba su cabeza sobre su propio eje, y pensaba más en el vacío que en lo de dentro, pensaba en llegar a Júpiter a por el monolito con el pequeño motor autoimpulsado por iones de cuatro tiempos, todo siempre fueron lágrimas en la lluvia, y el comandante lamentaba no haberse llevado al espacio una foto de mi madre ni un libro de Asimov como los que yo intenté copiar ni una guitarra de madera y seis cuerdas, porque sonaba el brasas de José Feliciano cuando la Tierra desaparecía por el ojo de buey.

Y delante, seguía la aventura."

felicidades, boss

jueves, 4 de marzo de 2010

Deja que pasemos sin miedo

/lucha de gigantes
/convierte el aire en gas natural
/un duelo salvaje advierte
/lo cerca que ando de entrar
/en un mundo descomunal

Love of Lesbian - Lucha de gigantes [Acústico] /// Bandalismo.net from Bandalismo.net on Vimeo.



Love of Lesbian sumados con Antonio Vega en una ecuación de incógnita y media. Grabé mis iniciales en el Penta con una llave la última vez que estuve.

lunes, 1 de marzo de 2010

Patología General

En algún momento del ventrículo izquierdo me hierve la sangre. Luego la eyecto con un golpe seco hacia arriba y se desvía en la carótida común izquierda, supongo que se me termina perdiendo alrededor del polígono de Willis. Girando caliente y sin sentido fijo, creo que a eso es a lo que le llaman darle vueltas a la cabeza. Porque yo intenté girarla sobre el atlas y el axis y todo lo que obtuve fue un collarín durante tres meses, ¿verdad que me voy a mejorar, doctor? usted sólo dígame que sí, que para el resto yo siempre he sido muy bueno, y mire, ahora que viene la primavera saldré a rellenar mi atelectasia con esporas de gramíneas, a meterme corticoides por la boca hasta que me salgan por los poros y así deje de oler esta sarta de feromonas que me inmunizan contra todo lo que me roza la piel.

En algún momento de mi estómago todo este factor intrínseco se me está saliendo, será por eso que la sangre se me ha licuado bajando mi hematocrito, haciendo que me hierva con más facilidad en ese ventriculo que le decía, y mi hígado tiene tubos de colores que seguramente acabarán por estancarse y mi barriga será el estanque de patos donde mi abuelo me llevaba a tirar las migas que quedaban en el mantel. Son geniales los abuelos que sacuden el mantel desde el balcón y luego se quedan viendo cómo vienen los gorriones al asfalto, y no les importa el inherente riesgo de atropello ni de asfixia por los gases emanados al calor de este verano que ya huelo. Yo le hablaba de mi precioso y fibrosado hígado, cuya cápsula se irá derritiendo al alcohol etílico como podría derretirse mi bazo en una colisión frontal a cientotreintkilómetrosporhora, como podría derretirse mi tabique si siguiera los pasos de Mick Jagger, como podria derretirse mi tibia si me hiciese skinhead.

En algún momento de mi vejiga guardo toda la prisa de que la ciudad líquida se me oculte entre las piernas, y la hiperplasia benigna de próstata es sólo otro factor de riesgo más que me va a acercando a las arrugas en la frente, a la constante pérdida de colágeno a la que nos hallamos expuestos en este planeta regado por radiaciones ultravioleta, que se extinguirá bajo el manto terrible de políticos y agoreros que escriben manuales que pesan toneladas en la espalda y en la mente apenas pesan, pero ocupan todo el espacio donde debería ir la poesía de Baudelaire, los herederos de Baltasar Lobo y los atardeceres en la playa de Caparica.

Doctor, yo sé que sólo soy hipocondríaco, pero le juro que cuando ella no me mira me duele un poco más. ¿Es grave?