En qué recipiente se guardaron todos los tiempos pequeños como latidos, ¿alcanzó Icloud para darnos cabida? Y cualquier cuestión que ya no se plantea, inmaculada como esta nieve que crepita bajo los pasos y rompe el silencio y la blancura con nuestra presencia, ¿podremos subirla al servidor? Un destinatario digital, ¿desea enviar este correo sin asunto?, un museo de lo humano y las revistas de lo divino, los retoques que le dimos al guión perfilando nuevos finales con cada nochevieja. Lo que pareció un estreno en verano ahora es caduco como las teclas que ya no adornan a los dispositivos, esos que duermen en cajones por si el apagón digital y los rusos y la bomba atómica y el tren de alta velocidad y las carreteras nacionales y no volvernos a ver. Cuánto miedo en las autovías por si el arcén está cubierto de escobas, cuánto se lloró por cada herida y qué lejos queda la playa desde esta oficina. Que un escalofrío lo puedo negar pero no niego la mariposa y cierto temblor indefinido, tal vez sea daño neurológico degenerativo, es lógico porque sólo huíamos hacia adelante y las posibilidades de la desaparición digital tienden a cero, de manera que cada aparición se merece nuestro cariño y nunca el miedo, la caricia y no el desdén, la complicidad de sabernos qué y quién pero no dónde y cuándo. La sorpresa que nos da la noche que rehusa el pavor y acepta la sonrisa, y unos minutos dedicados al retorno.
Jaionara, baby
viernes, 10 de febrero de 2023
miércoles, 12 de enero de 2022
El día después
El jefe murió. Eran los días en que la policía del amor patrullaba las esquinas. Aparecían de la nada en los callejones más oscuros con el coche camuflado y varias veces abandoné cervezas a medio beber por miedo a sanciones de ciento y un día de destierro menor.
El jefe murió y yo vivía en la carretera en aquellos tiempos así que la noticia me pilló fuera de casa. Los dedos ensangrentados del forense se abrían paso entre la carne hasta alcanzar el techo de la capilla sixtina por disección roma, los suspiros cayendo más repartidos que la lotería de navidad, de modo que cuando llegué se habían desmontado los catafalcos del féretro y de la coronación.
Para mí los velatorios estaban cerrados y no se me admitía en las camarillas conspiratorias por la tibieza caracterial con la que despachaba aquellos asuntos. Grabé varias letras en la banda que circundaba la corona de flores:rey de la nada del más allá. Al morir el jefe quedaba el trono vacío y la orquesta comenzó a sonar con una cacofonía: ruido de sables, susurros en el viento, tambores de guerra. Decidí esperar a batir palmas hasta que atacasen la marcha Radetzky y mientras tanto me mantendría impávido como esos japoneses que invierten la nómina en un asiento de la mañana vienesa.
Cuando murió el jefe fuimos repudiados por la familia. Nuestros nombres sin caras ardieron para iluminar el ambiente de muchos cafés presumiblemente poblados de sillones tapizados con escai verde y mucho humo flotando. La amalgama de palabras donde todo empezaba y acababa se nutría de traiciones a las que sometimos al moribundo. Porque el jefe murió, pero lo hizo en el poder que ya no ejercía más que fácticamente, mientras los barrefondos dejábamos cristalina el agua de aquella piscina. Creo que eso no fue objeto de debate en ningún café. Tampoco limpió la repudia de la familia.
Como de costumbre imaginé conversaciones en las que la réplica teatral acudía rauda en mi ayuda y, sin embargo, nadie me dio el pie de entrada. Me escondí como un oficinista más a contemplar el desarme de las potencias que firmaron el armisticio en un vagón. Percibí que los huecos se rellenaban con la forma exacta dejada por el anterior propietario. Entendí que la sucesión era una cadena de eslabones brillantes más de esclavo que de orfebrería y que había almas voluntariosas deseando añadirse un peso en el tobillo.
El jefe murió y fue un amanecer de luz clara en el que las alimañas salieron de sus escondrijos invernales. Desterrados, olvidados, represaliados, ofendidos y rencorosos formaron una fila ante la ventanilla única donde recogían el formulario para enumerar las cuentras pendientes que no habían tenido oportunidad de saldar pero que satisfarían, aparentemente, con el mero hecho de nombrarlas en voz alta.
El jefe murió y a la semana siguiente continuaban mandando los mismos.
martes, 13 de abril de 2021
Ver para creer
sábado, 20 de marzo de 2021
A quien venga
jueves, 14 de enero de 2021
La empuñadura
Sujeté la pala por la empuñadura. Nunca había pensado que podría usarla para esto. Después de los tres primeros empellones recordé que hacía años que no trabajaba la musculatura lumbar, y alterné el brazo cada diez paladas. Descargué en el hielo un dolor informe, una bruma gris llegada por sorpresa, un escalofrío en lo más hondo. El peso perceptible de los restos abandonados a lo largo del camino recorrido hasta aquella planicie. Sísifo empuja la piedra hasta las cercanías del borde y la piedra rueda una vez más. La siguiente tanda de paladas con el brazo izquierdo se la dediqué a Sísifo. No era el momento de pensar sobre la justicia de lo sucedido, era momento de pensar en el periodo de gracia que me había sido concecido. ¿Aproveché aquel tiempo?, pensaba al abrir otros metros de camino. Lo hice en parte. Por lo que he leído, el mejor predictor de conducta futura es la conducta pasada. Llevaba tanto tiempo sin sufrir heridas que fue doloroso pensar en las que causé. Las lumbares murmuraron sin emitir un solo ruido; estaban de acuerdo. Son bellos los distintos tipos de dolor. El neuropático con sus ondas relampagueantes, cuchillas o aguijones. El somático más sordo y profundo, acompañado de un complejo vegetativo de inquietud, sudoración, malestar ilocalizable.
El círculo parecía cerrarse con aquella gran nevada. La nieve virgen de la superficie circundante ofrecía una visión pacífica, un terreno llano e inmaculado que cubre las rocas afiladas, las cunetas y otras trampas como troncos quebrados o madrigueras de roedores. También se ocultan los cadáveres, me dije al recorrer los últimos metros hasta la camioneta propulsada por hidrógeno. Deposité la pala en el compartimento de carga. Hay una gran belleza en el contraste entre la sangre y la nieve. La sangre derramada por intentar salvar una antigua amistad. La nieve salpicada de la nueva amistad: ya no está inmaculada, su blancura se ha roto de manera irremediable, y ahora su existencia seguirá el curso del resto de seres que abandonan la protección, sujeta al barro y al posible deshielo. Entre medias un único cadáver y una moraleja: si tienes una buena pala debes cavar más profundo.
jueves, 19 de noviembre de 2020
Toque de queda
Hemos cubierto el fuego para que no se vea desde las demás ventanas y, al mismo tiempo, dejamos entreabierto para sugerir, para crear un juego de sombras y que se pregunten: ¿qué habrá ahí dentro? ¿Qué les hace tan felices? Porque no sé si seremos felices en realidad pero vamos a reir como si lo fuéramos, como si no hubiera una pandemia, como si fuera normal estar en este salón a metro y medio con mascarillas, te regalaría un abrazo y sería menos criminal regalarte una piedra robada de la corona; sería menos criminal quitarle monedas de la gorra a un mendigo que intentarte besar y no sólo por ser vos quien sois sino por el intercambio ilícito de fluidos llenos de antígenos, de potenciales patógenos. Recordaremos este año como aquel en que convertimos el romance en un acto de bioterrorismo.
De modo que, aleluya, las copas de los árboles y las terrazas elevadas al atardecer no sirven para mucho, sirven para lo mismo que el encuentro de los codos a medio camino entre cuerpos inútiles. Esta tarde hemos jugado a ser felices entre una videollamada y palomitas y cervezas, hemos hecho un simulacro de días que intentan diferenciarse cada uno del anterior, lo hemos hecho a sabiendas de que ya nada será como antes y de que la rebeldía no consiste en tirar adoquines a la autoridad sino que es tan sencilla como tener un par de amigos dentro de casa, como calentar el pecho con bromas sin sentido y bravuconadas.
En el vestíbulo de la estación de tren recordamos cómo hace menos de un año habríamos saltado la barrera para atravesar la noche memorable en otra capital sin toque de queda, y nos miramos sin podernos abrazar por el bajo filtro de nuestras mascarillas, soñando el sueño imposible de una vacuna a la que venderle el alma, la realidad trata de imponerse y no dejaremos que se imponga sobre esta meseta que estamos coronando, esta meseta desde la que se ve el techo de la niebla, esta meseta de pequeñas celebraciones y extrañas compañías, de robarle a un tiempo robado, engañar a un tiempo engañado y tal vez engañarnos nosotros, cada segundo que pasa caben menos palabras en estas escasas líneas que intento compactar antes de que caiga el toque de queda porque después nada más quedará silencio, quedarán ventanas cuadradas como interrogantes, lámparas de mesa y luces cortas, despedidas apresuradas, un portal bien conocido desde fuera y unas escaleras que se intuyen como limpias y prometedoras en el otoño que vino tras el verano que vino tras la primavera y que se sientan los tres juntos a confiar en la buena esperanza que nos ha de traer un invierno para fundir la distancia interpersonal.
miércoles, 5 de agosto de 2020
Postal de verano
En esta correspondencia sin sellos que mantenemos me apetece contarte desde una isla lejana que anoche soñé que te dejabas caer para dar un paseo por la pequeña ciudad, sin ánimo definido. No era de huída ni de secuestro, tampoco quedaba claro si era ni siquiera de caña o miserable café. Podría ponerlo por escrito de puño y letra con mi nueva estilográfica amarilla en una postal pero ya no conozco tu dirección y valoro mi cuello. Además había colas al pasar por la oficina de Correos y los extranjeros llevaban mascarillas para enviar besos a casa. Pienso en estas cartas que te dejo en el buzón con ritmo irregular y medio camuflado en el anonimato sin tener bien claro por qué lo hago. Habría que buscar el sentido en el mismo sitio donde se esconde la razón por lo que te me apareces una noche y a la mañana me acuerdo y te lo cuento. Imagino ese lugar como una biblioteca, y en las estanterías se van sumando capítulos sin hilo conductor: unos fascículos se llenan de polvo y no vuelven nunca a ser leídos, otros son pasajes que releo con frecuencia variable, y en cada una de esas lecturas aparece una frase que ataca por un hueco distinto.
Valoro tus apariciones porque me empujan a convertirlas en palabras, me desbordan las oraciones copulativas y me remueven las manos, se escapan a mi control las teclas y me superan como la verborrea amable de quien en una terraza de tarde de verano toma un par de copas y nunca piensa en que llegará la hora de la cena, de volver a casa y cerrar la contraventana. Esta carta con remite parcial que se borra me levanta de un sillón de pensamientos perdidos y, aunque sé que no tiene sentido ni motivo, el tiempo que invierto en ella sí que lo tiene: si no escribiera sólo sería silencio, y mi forma siempre será mejor que el silencio que rompo. Valoro tanto tus apariciones porque si no existieran quizás no escribiría, y eso sería mucho peor: tu forma siempre será mejor que el folio blanco que rompo al retratarte.